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jueves, 9 de julio de 2020

La Otra


     Siempre has sido una curiosa observadora de lo que ocurre a tu alrededor y desde que tienes memoria te han gustado las plantas y los animales. Observar otros pequeños universos poblados por insectos y reptiles fue tu entretenimiento durante muchas tardes en la infancia. Una tarde, cuando aún  estabas en el colegio oíste hablar de unos estudios que se llamaban biología, se trataba de aprender sobre animales y plantas. –Yo quiero ser bióloga–pensaste, pero al momento ella salió de su letargo y te dijo tajantemente –tú no puedes ser bióloga, eso es demasiado difícil para ti–. Ese es el primer recuerdo que tienes de ella, la primera vez que te hablo ese tono de voz tan claro y contundente.


     Ella te ha acompañado desde entonces en el día a día, siempre expectante, siempre susurrando su punto de vista. Una de las épocas en las que estuvo más activa fue cuando preparabas la selectividad. Cada día ella estuvo allí, repitiéndote machaconamente que tú no ibas a poder estudiar toda la materia del curso en dos semanas, que ibas a fracasar.

Desperdiciaste una semana entera mientras ella te repetía “no puedes, no puedes, no puedes, no lo vas a sacar”. Al final, de forma apresurada y con la mitad de tiempo que inicialmente te habían dado, preparaste toda la materia; actuabas impelida por una mezcla de desesperación y enfado, estudiabas mientras le gritabas con desesperada –¡Calla! Déjame en paz, no quiero escucharte. Al final aprobaste, los resultados no fueron brillantes, sí bastante aceptables, empezaste a creer que en el último momento se trabaja mejor, aunque alguna te vez aguijoneaba con sutileza la siguiente duda: ¿Qué nota habrías sacado si hubieses estudiado dos semanas en lugar de una?


     Esto se convirtió en una especie de costumbre, en un juego macabro. Ella te decía que no podías y tú posponías tu trabajo hasta el límite, para posteriormente hacerlo nerviosa y casi sin tiempo, siempre llegando con la lengua fuera, –Trabajo mejor bajo presión–te decías.

Esta costumbre empeoró mezclando la procrastinarían con la creencia de que este o aquel tema, que eran un rollo, no iban a caer en el examen. Ella era una manipuladora nata: por una parte te decía que no podías y por la otra que tu intuición era infalible; tanto como para estar segura de cuáles eran los temas que no merecía la pena estudiar. El hecho de estudiar a última hora y no todo el temario hizo que tus notas fuesen discretas, hizo que ella tuviese razón –no eres buena, no vales más que para sacar notas mediocres, apruebas de pura chiripa– decía una y otra vez.

     Era una depredadora siempre al acecho, nunca descansaba, siempre estaba atenta para señalarte con el dedo: todo lo haces mal, eres despistada, eres impuntual, eres desordenada, eres poco resolutiva, todo lo que has conseguido han sido golpes de buena suerte, por casualidad.

     Su desfachatez llegó hasta tal punto que te puso un mote, a más mínimo fallo te susurraba: “otra vez lo has hecho mal, eres un desastre, eres un desastre” –¡DesastrEsther!dijo un día haciendo gala de su humor negro, creando un feo juego de palabras con tu nombre.

    Y así, fueron varios y largos los años los que anduvo canturreándote su nuevo apelativo.



Extracto de la entrada de Wikipedia “El síndrome de la impostora”:  […] A pesar de las pruebas externas de su competencia, aquellas personas con el síndrome permanecen convencidas de que son un fraude y no merecen el éxito que han conseguido. Las pruebas de éxito son rechazadas como pura suerte, coincidencia o como el resultado de hacer pensar a otros que son más inteligentes y competentes de lo que ellos creen ser.

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