pero el azul cobalto del cielo promete que pronto
vendrá ese calor seco que lo aplasta todo.
Mi mirada desciende hacia los montes,
resbala por sus laderas para finalmente
reposar sobre el estuario.
Todo está quieto, no hay ruido de tráfico,
no se oye la cháchara de la gente, hasta los pájaros callan.
Qué extraño –me digo– no se ve a nadie.
En el antes vacío jardín frente a la casa,
ahora puedo ver un ser vestido con una túnica que arrastra hasta el suelo,
es de color blanco y las mangas son más largas de lo necesario.
No puedo ver sus manos.
Un parpadeo, un segundo en el que vuelvo a abrir los ojos y
ahora estoy a su lado, ahora las dos vestimos igual,
ahora mis manos están escondidas,
la tela de las mangas acaba en forma de campana.
Me observa largamente,
sonríe y nos tumbamos mirando hacia arriba, sobre la hierba,
las mangas se están tocando.
Es tan azul ese cielo,
lo miro con tanto ahínco que puedo sentir el aire caliente
moviéndose sobre mí;
el azul está más cerca y la tierra se aleja.
Nuestros cuerpos giran ingrávidos,
veo dos niñas cogidas de la mano,
blancas siluetas brillando sobre la hierba,
veo tejados rojos y carreteras grises,
seguimos la bocana del río hasta alcanzar
la siguiente bolsa de aire que nos eleva hacia la cordillera.
La ciudad queda atrás.
Para la mayoría de nosotros la verdadera vida es la que no llevamos.
Oscar Wilde.