Esta mañana, al despertar, encontré una piedra en la cama;
estaba cerca de mi mano izquierda y el contacto con sus delicadas aristas fue lo
que me sacó del sueño.
No es algo tan raro, me diréis los que conocéis el cabecero
de mi cama, puesto que en uno de sus lados atesoro piedras y piedritas de
distintos tamaños.
Y es eso, precisamente, lo que he pensado cuando me la he
encontrado: “se habrá caído de arriba”. Pero, no. Esta piedra no es una de las
que componen mi colección vital, todas mis piedras son redondeadas, hijas de la
erosión del mar o de algún río.
Esta piedra es sílex tallado, pero no con demasiada fortuna,
de tal manera que ha quedado en un medio camino entre la piedra anodina y la
herramienta.
Hallarla en el momento de la transición entre el sueño y la vigilia ha convertido su encuentro en un evento, algo digno de mención.
No lo había considerado hasta ahora, pero lo cierto es que
una de las múltiples ventajas de vivir en una casa compartida es que existe la
posibilidad de que alguien decida dejarte un sílex semitallado a como anónima
ofrenda.
En estos tiempos tan anodinos cualquier novedad, por
sencilla que parezca, se convierte en un soplo de aire fresco. Cualquier disonancia
que saque a nuestra mente del letargo es un obsequio.
Ahora, siempre que el tedio me abruma recorro las aristas de
la piedra y fantaseo con encontrar a su portador.