El ocho de febrero fue distinto, de buena mañana, mientras Henrry se desayunaba acompañando el bocata de cabeza de jabalí con unos buenos tragos de verdeho wine, en la radio comenzó a sonar una canción ya antigua, tres lustros o más tendría, el caso es que mientras la entonaba se le hacía ligeramente desconocida o conocidamente pegadiza, en dos instantes y tres guitarreos Kutxi, el cantante, lanzó concatenadas frases y afiladas palabras que hicieron que Henry encendiera un interruptor en alguna remota neurona, un chispazo que despertó una sensación y un dolor que largamente había llevado bien escondido en lo profundo del sistema límbico.
De repente, con excelsa clarividencia se dio cuenta de que lo mejor era alicatar y alicatar, hasta el techo e incluso hasta el último sentimiento, cerrar puertas, ventanas y hasta claraboyas, que nunca más nadie le venga a decir “que ya nos veremos”.
Y así, apresuradamente, cerró su establecimiento y con paso firme se dirigió a la ferretería.