Siempre has sido una curiosa observadora
de lo que ocurre a tu alrededor y desde que tienes memoria te han gustado las
plantas y los animales. Observar otros pequeños universos poblados por insectos
y reptiles fue tu entretenimiento durante muchas tardes en la infancia. Una
tarde, cuando aún estabas en el colegio
oíste hablar de unos estudios que se llamaban biología, se trataba de aprender
sobre animales y plantas. –Yo quiero ser bióloga–pensaste, pero al momento ella
salió de su letargo y te dijo tajantemente –tú no puedes ser bióloga, eso es
demasiado difícil para ti–. Ese es el primer recuerdo que tienes de ella, la
primera vez que te hablo ese tono de voz tan claro y contundente.
Ella te ha acompañado desde
entonces en el día a día, siempre expectante, siempre susurrando su punto de vista.
Una de las épocas en las que estuvo más activa fue cuando preparabas la
selectividad. Cada día ella estuvo allí, repitiéndote machaconamente que tú no
ibas a poder estudiar toda la materia del curso en dos semanas, que ibas a
fracasar.
Desperdiciaste una semana entera
mientras ella te repetía “no puedes, no puedes, no puedes, no lo vas a sacar”.
Al final, de forma apresurada y con la mitad de tiempo que inicialmente te
habían dado, preparaste toda la materia; actuabas impelida por una mezcla de
desesperación y enfado, estudiabas mientras le gritabas con desesperada –¡Calla!
Déjame en paz, no quiero escucharte. Al final aprobaste, los resultados no fueron
brillantes, sí bastante aceptables, empezaste a creer que en el último momento
se trabaja mejor, aunque alguna te vez aguijoneaba con sutileza la siguiente
duda: ¿Qué nota habrías sacado si hubieses estudiado dos semanas en lugar de
una?
Esto se convirtió en una especie de
costumbre, en un juego macabro. Ella te decía que no podías y tú posponías tu
trabajo hasta el límite, para posteriormente hacerlo nerviosa y casi sin
tiempo, siempre llegando con la lengua fuera, –Trabajo mejor bajo presión–te
decías.
Esta costumbre empeoró mezclando la
procrastinarían con la creencia de que este o aquel tema, que eran un rollo, no
iban a caer en el examen. Ella era una manipuladora nata: por una parte te
decía que no podías y por la otra que tu intuición era infalible; tanto como
para estar segura de cuáles eran los temas que no merecía la pena estudiar. El
hecho de estudiar a última hora y no todo el temario hizo que tus notas fuesen
discretas, hizo que ella tuviese razón –no eres buena, no vales más que para
sacar notas mediocres, apruebas de pura chiripa– decía una y otra vez.
Era una depredadora siempre al
acecho, nunca descansaba, siempre estaba atenta para señalarte con el dedo:
todo lo haces mal, eres despistada, eres impuntual, eres desordenada, eres poco
resolutiva, todo lo que has conseguido han sido golpes de buena suerte, por
casualidad.
Su desfachatez llegó hasta tal
punto que te puso un mote, a más mínimo fallo te susurraba: “otra vez lo has
hecho mal, eres un desastre, eres un desastre” –¡DesastrEsther!–dijo un día
haciendo gala de su humor negro, creando un feo juego de palabras con tu
nombre.
Y así, fueron varios y largos los años
los que anduvo canturreándote su nuevo apelativo.
Extracto de la entrada de Wikipedia “El síndrome de la impostora”: […] A pesar de las pruebas externas de su
competencia, aquellas personas con el síndrome permanecen convencidas de que
son un fraude y no merecen el éxito que han conseguido. Las pruebas de éxito
son rechazadas como pura suerte, coincidencia o como el resultado de hacer
pensar a otros que son más inteligentes y competentes de lo que ellos
creen ser.